sábado, 28 de mayo de 2016

Los filósofos cínicos

Estimados, comparto el video de mi reciente participación en el programa Suena Tremendo (radio El Espectador y Espectador TV), charlando con Diego Zas y Juanchi Hounie sobre la Escuela Cínica y cómo el adjetivo "cínico" fue variando desde aquella concepción filosófica de Antístenes y Diógenes hasta nuestros días (sumando, por cierto, en el inicio alguna anécdota respecto del por qué me decidí a estudiar filosofía), todo en el marco de una descontracturada charla filosófica J. Lo pueden ver en:

https://youtu.be/2YAyBTlu5pI

o directamente aquí:




Vaz Ferreira y Grompone o el divorcio del sistema educativo

Estimados, comparto mi reciente artículo sobre educación, publicado en la pág. 14 de la edición del jueves 26 del Semanario Voces.

Vaz Ferreira y Grompone o el divorcio del sistema educativo

Continuando con nuestras columnas sobre educación, en esta ocasión abordaremos otro de los ejes que habíamos señalado como fundamentales: el apostar a la formación permanente de los educadores bajo una perspectiva que supere la crisis histórica de la separación entre lo pedagógico y el campo de la investigación.
A ochenta años de la creación por ley de nuestra Educación Secundaria (anteriormente, denominada Enseñanza Secundaria), es importante señalar algunos lineamientos históricos que nos permitan ir vislumbrando parte del problema de la formación y tarea docente para este nivel educativo.
No será hasta el año 1935 -en plena dictadura de Terra- con la creación del Consejo de Educación Secundaria por ley del día 11 de diciembre, que se dé la separación de este nivel educativo de la órbita de la Universidad, lo cual trajo consigo una intensa polémica y supuso un mojón central en la historia de Secundaria, representando la efectiva desvinculación de la Enseñanza Media de la órbita universitaria, asunto frente al cual Carlos Vaz Ferreira –quien desde hacía décadas era una presencia central en la vida intelectual y educativa del país, siendo por ese entonces el rector de la Universidad- se opuso fuertemente, en tanto consideraba que afectaría a la formación de los futuros docentes, al atarlos meramente a las demandas sociales más inmediatas que recaían en el sistema de educación media, y temiendo que los objetivos de ese nivel educativo se vieran trastocados y dejaran de ser los de formar para la cultura universitaria y el saber por el saber, para terminar atados a los vaivenes del campo laboral y la vacía acreditación de competencias básicas y de bajo nivel cultural.
Ciertamente, el trajinar de la historia educativa del país le dará ampliamente la razón a Vaz Ferreira. Y la masificación del sistema –tan deseable, tan valiosa, tan justa socialmente, como nefasta para un sistema que nunca pudo adaptarse adecuadamente a las nuevas realidades que le fue tocando vivir- tuvo mucho que ver en ese derrotero que Vaz Ferreira visualizó con tanta precisión y anticipación histórica. Ya el primer Consejo Nacional de Enseñanza Secundaria, que tuvo como su primer Director a Eduardo de Salterain Herrera,  debió enfrentar tareas relacionadas con un acentuado crecimiento y expansión del sistema, incluyendo diversas realidades socio-económicas, asunto para lo cual el sistema no estaba preparado y que nos lleva a otro momento crucial en la historia de la enseñanza secundaria y de la formación docente para ese nivel educativo: la creación del Instituto de Profesores Artigas. En julio de 1949 se crea por ley el instituto de Profesores -y por un artículo de otra ley de agosto de 1950 se le denomina “Artigas” (al cumplirse en ese año el centenario de la muerte del prócer)- y en 1951 comienza a funcionar el IPA, bajo la dirección de Antonio Grompone, su mentor intelectual.
Y aquí paramos, en este punto de la historia de la educación uruguaya, para centrarnos directamente en la dupla Vaz Ferreira-Grompone, en sus dos visiones sobre la educación –y la formación docente en particular-, que preceden y determinan, en buena medida, la creación del IPA por un lado y la creación de la Facultad de Humanidades y Ciencias por el otro, punto clave respecto del “divorcio” entre la formación pedagógica  y la formación en el campo de la investigación, cuyas secuelas nos siguen afectando hasta el día de hoy, tanto en lo que compete a cómo se forman nuestros docentes como al devenir de la calidad de nuestras instituciones educativas.
El punto relevante de esta cuestión es que mientras Vaz Ferreira apunta a un docente poseedor de una vasta cultura general, portador de un “espíritu libre” e independiente, de un saber desinteresado por oposición a un saber utilitario, en Grompone tenemos una mirada que apunta más a un docente que se profesionalice en su actuación pedagógica en la emergente y compleja realidad social del contexto inmediato y en sus particulares actores involucrados, tomando en cuenta el específico nivel educativo donde va a desarrollar su tarea, o sea, contemplando, entre otros asuntos, las consecuencias de la masificación del ingreso de estudiantes a la enseñanza media, sus intereses en relación a las expectativas de los diversos estratos sociales, buscando un profesional de la educación que atienda a esas particulares características del sistema medio, el cual rápidamente se iba ensanchando.
Y digamos que estas dos visiones, que son posibles de señalar una como “idealista” -en el sentido vazferreireano de la búsqueda de ese espíritu desinteresado, de infundir una cultura amplia, de la construcción autónoma de la conciencia individual como materia intelectual y ética necesaria para formarse, alejado de la mera fiscalización del saber y más allá de las instituciones educativas y sus necesidades emergentes-  y otra como “práctica” -en el sentido que Grompone le da a la tarea de responder a las necesidades sociales que para la enseñanza secundaria marcaba la época, haciendo imprescindible una particular institucionalización de la formación docente para ese nivel, buscando profesionalizarla en miras de responder a la nueva diversidad que se le presentaba y a los nuevos objetivos, que ya no podían pasar por el de ser meramente una enseñanza de estudios preparatorios para el ingreso a la universidad o para formar una aristocracia cultural- es que se proyectarán dos miradas que aparecen tan vigentes hoy en día -y más preocupantemente presentes en su separación a la hora de las prácticas institucionales que conforman nuestro sistema educativo-  como en esos años 40’ y 50’ del siglo pasado.
Las perspectivas de Vaz Ferreira y Grompone sobre el sentido de la educación media y la formación docente, no hacen más que explicitar –y finalmente institucionalizar- un problema heredado desde nuestra conformación como nación y que resultó acuciante en determinado momento de nuestra historia educativa.
La separación de la Enseñanza Secundaria de la Universidad -resuelta en un contexto de crisis institucional del país, sin un debido debate e impulsando en buena medida un divorcio entre un perfil docente apuntando a las necesidades sociales y prácticas del contexto del alumnado de secundaria y otro perfil apuntando a la libre formación e investigación universitaria- terminó a la larga afectando a ambos niveles (secundaria y universidad) y es un problema fuertemente presente, de delicado costo intelectual y cultural para el país, que ha generado un prolongado divorcio entre docencia e investigación, punto clave para comprender algunos de los actuales problemas que presenta la efectiva práctica docente en la educación media.
Así, es prioritario trabajar sobre la idea de complementariedad, punto central para comprender y eventualmente encaminar la resolución de ese viejo problema, de ese “tajo” educativo y cultural que se terminó construyendo y que se fue acentuando con el correr de los años en las prácticas institucionales enraizadas a nivel educativo.
Grompone y Vaz Ferreira son necesariamente complementarios y no opuestos. El sistema educativo nacional necesita una reestructuración que contemple la posibilidad de inyectar de mayor “espíritu universitario” a la formación docente para secundaria y, claro, una Universidad que a su vez involucre marcadamente el “espíritu” de vínculo con el contexto social de su alumnado, abandonado su habitual torremarfilismo.
Se deben generar y apoyar proyectos educativos que atiendan el desarrollo de tareas de investigación tanto en el cuerpo docente como en el alumnado, que recojan las diferentes aristas temáticas que hacen a la reflexión respecto del campo educativo en su vínculo con la sociedad y viceversa, contextualizando –a su vez- el abordaje teórico en la experiencia inmediata, en el entorno vital, del docente/alumno.
El educador como intelectual transformador -vinculando su práctica con la investigación, impulsando y fortaleciendo su formación permanente-  no debe ser visto como una utopía o un lugar común de las habituales buenas intenciones teóricas, sino como una necesidad vital para el mejoramiento de nuestro sistema educativo, o sea, de nuestra sociedad en su conjunto. Las políticas educativas deben apuntar fuertemente en tal sentido.

Recuperarnos del histórico “divorcio” entre Vaz Ferreira y Grompone es uno de los principales desafíos que nuestra comunidad debe atender en relación al campo educativo. 

miércoles, 18 de mayo de 2016

La educación como espacio de resistencia y transformación

Estimados, comparto mi segunda columna para el Semanario Voces respecto del tema educativo, publicada en la edición del jueves 12 de mayo, en su pág. 15.

La educación como espacio de resistencia y transformación

En la columna anterior, titulada “La crisis moral que nos atraviesa”, planteábamos el abordaje de tres ejes en relación al campo educativo. En estas líneas que siguen, abordaremos el primero de ellos, referido al visualizar los espacios educativos como espacios de resistencia ética y contracultural. En tal sentido, la primer cuestión que emerge es la de preguntarse respecto de si la tarea docente debe estar vinculada a la acepción de la educación como un espacio de homogeneización social, subordinada, en buena medida, a los parámetros de la actividad económica/laboral.
Preguntarnos, dicho de otro modo, si el educador no debe comenzar por cuestionarse respecto de si su tarea –que es política y es histórica- es la de reproducir o transformar. Cuestión que debería ser, por cierto, el centro de la reflexión ética sobre la labor docente y el sentido de los espacios educativos.
Para quienes entendemos que la tarea docente es una labor radicalmente transformadora y dotadora de sentido humanista, resulta necesario escapar a una visión de lo educativo que en cierto modo dejó instalada la agenda política de los 90’ y que tanto los gobiernos de derecha como los de izquierda, sin excepción alguna, han alentado desde entonces. Lejos de seguir concibiendo el trabajo del educador como una tarea de reproducción social del orden establecido, con un prototipo de modelo docente formado en parámetros de eficacia y eficiencia, basadas ambas en el dominio técnico de los métodos de enseñanza, la respuesta está en impulsar un rol docente que tenga como eje central una educación liberadora, que coloque su mirada en  relación a la construcción de una democracia fundada en un imaginario social autónomo, crítico y creativo, más allá de su vínculo con la formación para el mercado laboral, más allá de una mirada meramente económica, atada al sistema de producción.
Siguen siendo momentos históricos donde desde el poder económico global se concibe que el tiempo de los hombres debe ajustarse al sistema de producción. Foucault, en un pasaje fundamental de su obra “La verdad y las formas jurídicas”, señala que “no puede admitirse pura y simplemente el análisis tradicional del marxismo que supone que, siendo el trabajo la esencia concreta del hombre, el sistema capitalista es el que transforma este trabajo en ganancia, plus-ganancia o plus-valor. En efecto, el sistema capitalista penetra mucho más profundamente en nuestra existencia. Tal como se instauró en el siglo XIX, este régimen se vio obligado a elaborar un conjunto de técnicas políticas, técnicas de poder, por las que el hombre se encuentra ligado al trabajo, por las que el cuerpo y el tiempo de los hombres se convierten en tiempo de trabajo y fuerza de trabajo y pueden ser efectivamente utilizados para transformarse en plus-ganancia. Pero para que haya plus-ganancia es preciso que haya sub-poder, es preciso que al nivel de la existencia del hombre se haya establecido una trama de poder político microscópico, capilar, capaz de fijar a los hombres al aparato de producción, haciendo de ellos agentes productivos, trabajadores. La ligazón del hombre con el trabajo es sintética, política; es una ligazón operada por el poder. No hay plus-ganancia sin sub-poder. Cuando hablo de sub-poder me refiero a ese poder que se ha descrito y no me refiero al que tradicionalmente se conoce como poder político; no se trata de un aparato de Estado ni de la clase en el poder, sino del conjunto de pequeños poderes e instituciones situadas en un nivel más bajo. Si es verdad lo que digo, ni estos saberes ni estas formas de poder están por encima de las relaciones de producción, no las expresan y tampoco permiten reconducirlas. Estos saberes y estos poderes están firmemente arraigados no sólo en la existencia de los hombres sino también en las relaciones de producción. Esto es así porque para que existan las relaciones de producción que caracterizan a las sociedades capitalistas, es preciso que existan, además de ciertas determinaciones económicas, estas relaciones de poder y estas formas de funcionamiento de saber. Poder y saber están sólidamente enraizados, no se superponen a las relaciones de producción pero están mucho más arraigados en aquello que las constituye.”
Foucault huye del determinismo estructural para centrarse sobre todo en las formas de subjetividades que se generan a partir de las relaciones saberes/poderes, a través de una determinada red de prácticas de poder y de instituciones, entre las que se cuenta la institución educativa.
El poder sólo existe en una relación marcada entre ese par inseparable que es, por un lado, su ejercicio y, por el otro, la resistencia a ese mismo ejercicio. Par indisoluble, siempre presente, par de fuerzas siempre en continua tensión. Y es en el marco de esas tensiones donde se forja la vida institucional de los espacios educativos y la ética de los educadores.
El cuestionamiento de las relaciones y las sutilezas del poder es una tarea política incesante, pero es necesario ir más allá para ejercer una resistencia que logre transformaciones radicales. La formación y la tarea docente debe ser uno de los ámbitos que posibiliten esas transformaciones, capaces de anular la tarea histórica de la educación como herramienta de reproducción al servicio de los intereses económicos.
Los espacios educativos deben ser entendidos como sitios sociales en donde para ejercer la resistencia tiene mucho que ver la lógica de la moral, la lógica de la resistencia, la perspectiva del cambio orientado por el humanismo. Se debe recuperar para la educación su conexión fundamental con la idea de emancipación humana.
En tal sentido, debemos enfrentar argumentativamente aquellas miradas, aquellos discursos, donde la escolaridad aparece como un conjunto de reglas y prácticas regulatorias despojadas de ambigüedad, contradicciones y paradojas, donde las instituciones educativas son concebidas como sitios donde no deberían existir vestigios de lucha ni de actividades contestatarias ni de política cultural. Esas visiones no consideran el espesor cultural de las instituciones educativas sino solamente para la reproducción social o como terreno neutral donde el capital cultural de los docentes está destinado (y si no lo está, debería estarlo) a medir y objetivar el de sus alumnos.

El educador debe actuar no simplemente como docente, sino como ciudadano luchando para establecer una democracia social y económica. Esto significa, también, tomar riesgos, comprometerse con la transformación de nuestra sociedad y con la creación de un futuro que implique un nuevo conjunto de posibilidades humanas. Sólo así se puede crear una esfera pública alternativa. Recuperar el espacio de construcción de una educación liberadora, en donde los docentes debemos oficiar como intelectuales, en el sentido de tener una práctica reflexiva y no repetidora, para convertirnos entonces en agentes transformativos. Esta es una dimensión política esencial a la educación y eje de toda asunción teórica respecto de la práctica docente. Y es la principal tarea ética y contracultural que tenemos por delante. Asumirla plenamente es el desafío principal que tenemos quienes, junto a nuestros estudiantes, construimos a diario los espacios educativos de nuestra comunidad.