El género de la violencia
La denominada violencia de género
se plantea desde un lugar específico: son las mujeres las víctimas y los
hombres los victimarios. O sea, el género
de la violencia es el masculino. Desde ese a priori, que estamos naturalizando
e incorporando hasta en nuestro código penal, asistimos a la conformación de
una política de presunción de culpabilidad de acuerdo al género: si es hombre,
es culpable. Y si es absuelto, o se encuentra culpable a la mujer involucrada,
es porque los mecanismos del patriarcado operaron a favor de uno de los
suyos. En tal sentido, es paradigmático
el caso de la chica argentina Nahir Galarza, respecto del cual invito a
interiorizarse, particularmente en lo que refiere a la estrategia desarrollada
por los abogados de la joven, que pretenden hacer pasar el homicidio de su
novio por una situación de legítima defensa, en virtud de un supuesto
padecimiento de violencia de género.
Si los hombres pasamos a ser
culpables hasta que se demuestre lo contrario, el género pasa a ser
determinante en materia penal, hasta el punto de eliminar el derecho a la
presunción de inocencia, dinamitándose la base
de todo sistema jurídico moderno.
Por cierto, sobra decir que las
estadísticas son claras: las principales víctimas de homicidios y violencia en
manos de hombres son otros hombres. En todo caso, son los hombres los
principales victimarios y las principales víctimas. Si esto es llevado exclusivamente a
la relación entre géneros y más en
concreto a los vínculos sentimentales entre hombres y mujeres que concluyen con muerte o implican episodios
esporádicos o sostenidos en el tiempo de violencia física, verbal y/o
psicológica, es tan claro como lamentable que las principales víctimas son las
mujeres. El problema es las deducciones que sacamos sobre este último punto: no
todos los musulmanes son
terroristas aunque los del ISIS
lo sean (de hecho, la amplia mayoría del mundo musulmán no apoya el radicalismo
islámico) del mismo modo que es erróneo y absurdamente simplificador la
universalización que se realiza al hablar del género masculino como golpeador y
asesino, aunque en los hechos un mínimo porcentaje de hombres lo sea. Aunque
esta señalización parece de sentido común, lo cierto es que a una preocupante
mayoría le basta ver un turbante para ver un terrorista tanto como desde
algunos discursos se juega a favor de instalar la visión de que un hombre debe
ser visto como un violento producto del patriarcado y un potencial asesino de
su pareja o ex pareja o un sospechoso per se de ejercer algún modo de violencia
de género.
Pero, lo más preocupante de esta
cuestión quizás sea la conformación del impacto simbólico que establece: la
guerra de género, fundada en el odio al macho patriarcal y violento. El ala
radicalista dentro del feminismo, tan minoritario en su propia corriente como el radicalismo musulmán entre los musulmanes, pero tan
efectivos ambos en el impacto público, ha logrado establecer una guerra basada
en el odio al género masculino. La nueva escalada de ese género de la violencia
lo representa la instalación del hombre como un depredador sexual, como un
acosador o violador por naturaleza. Al respecto, algunas voces femeninas han
comenzado a alzar su voz, como hemos visto hace pocas semanas en un manifiesto
firmado por cien artistas e intelectuales francesas relacionado con la
proliferación de denuncias de acoso sexual. Incluso, una de las firmantes del
manifiesto, la escritora Abnousse
Shalmani, poco tiempo antes había escrito una columna en el
semanario Marianne, donde describía al
feminismo como un nuevo totalitarismo, señalando que “se ha convertido en un estalinismo con todo
su arsenal: acusación, ostracismo, condena”.
En la instalación de este discurso,
opera lo que ya hace unos años con claridad detallaba el escritor español
Javier Marías en un artículo titulado Las
cegueras voluntarias y que aparece recogido en su libro Tiempos ridículos: “Quienes más me
preocupan son las mujeres (y algún hombre también) que, en cualquier asunto
relacionado con una o varias de ellas, parten de las siguientes convicciones
inamovibles: a) las mujeres son siempre buenas y desinteresadas. b) nunca
mienten cuando acusan, siempre dicen la verdad. c) en todo litigio con ellas,
son siempre las víctimas. d) llevan siempre la razón. e) la justicia ha de
dársela y si no lo hace será corrupta. Todo lo cual conduce a que, si un varón
es acusado de abuso, acoso, agresión sexual o violación, numerosas congéneres
de la acusadora consideren culpable en el acto al presunto acosador o violador
y no admitan otro desenlace judicial que su condena. Es más, si se demuestra su
inocencia, es muy probable que dichas congéneres sigan creyendo en su culpabilidad,
en una especie de acto de fe, y atribuyan su absolución a la sociedad machista
en que vivimos, a que el juez fuera hombre, a una triquiñuela legal o a lo que se les ocurra”.
Asistimos, desde una pasmosa
corrección política, a un nuevo género del discurso: el de la violencia de
género, que parece estar fortaleciendo lo que en principio uno entiende que se
pretende evitar, al convertirse, en manos de un radicalismo en aumento, en una
herramienta de violencia simbólica
contra los hombres.
E incluso la idiotez –no cabe otro
término- de la corrección política ha llegado a tal punto que por estos días un
realizador francés ha decidido cambiar la escena final de la ópera Carmen, de
Bizet, porque “no se puede aplaudir la muerte de una mujer”. Si se fuese
justo en el grado de idiotez, se debería hacer lo mismo con cada obra
artística donde su trama incluya la muerte de un hombre en manos de oro hombre
o de una mujer. Como en 1984, la obra maestra de Orwell, se viene estableciendo
una Policía del Pensamiento, aquella que en la trama orwelliana es la encargada
de reescribir la historia, adaptándola a lo que resulta conveniente que se
considere desde la perspectiva oficial y correcta respecto de los hechos, sea
lo que sea que esto implique. En nuestro
caso, la discursividad de la violencia de género nos está legando un nuevo
género de la violencia. Y para violencia ya tenemos bastante.
Por cierto, quien pueda ver en este artículo una forma de excusar
la violencia de género ejercida por algunos hombres en contra de la mujeres o
una negación del patriarcado existente o una negación del acoso sexual
masculino o de las desigualdades existentes entre hombres
y mujeres a favor de los primeros, no solo debería revisar sus competencias en
el plano de la comprensión lectora, sino que bien le vale ser considerado o considerada un digno
funcionario o funcionaria de la sociedad orwelliana.